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Ceguerilla

(texto narrativo)


Ese día escolar empezó como cualquier otro para Amelia. El despertador la hizo dar un salto en su cama a las seis y veinticinco de la mañana. Se levantó, caminó con los ojos cerrados hacia el baño, se lavó los dientes, se bañó, se secó y se vistió sin abrirlos ni una sola vez. Era uno de sus juegos favoritos: privarse de un sentido sin romper con la normalidad de su vida.

Continuó preparándose en total oscuridad mientras el olor a café recién chorreado se colaba por debajo de la puerta de su habitación. Cepilló su cabello exactamente 50 veces escuchando con atención el ruido leve de las cerdas alisándolo. Amarró su pelo en una cola de caballo que llegó hasta la mitad de su espalda. Cuando colocó el cepillo en la repisa escuchó atentamente.

El silbido leve del viento se mezclaba con la algarabía de las aves. Oyó también un ladrido, el motor de una motocicleta en la carretera y algo que le parecía la voz temblorosa de una mujer cantando. Sonrió e imaginó a un feroz pastor alemán, a un solitario motociclista y a una chica joven como ella.

En ese momento sintió deseos de mirarse al espejo, calculaba que el autobús estaba por pasar y ya había disfrutado suficiente del juego por esa mañana.

Sin embargo cuando quiso abrir los ojos no pudo. Se llevó las manos a la cara, intentó con el índice y el pulgar separase los párpados pero fue inútil. Visualizó en medio de la desesperación el color del cielo, el rostro de su madre y sus amigos a quienes daba por un hecho no volvería a ver jamás. Pensó en las poderosas pinceladas de las pinturas de su padre, podía pasar horas enteras mirándolas y ahora no lo volvería a hacer nunca más.

Estaba a punto de entregarse al llanto cuando escuchó un ruido familiar. Era un sonido que aumentaba de intensidad, en pocos segundos pasó de leve a insoportable.

El reloj despertador la hizo dar un salto en su cama a las seis y veinticinco de la mañana.

Ese día escolar empezó como cualquier otro para Amelia. Abrió los ojos, al ver el cielo raso descolorido decidió que ese día no correría ningún riesgo y sonrió mientras se ponía en pie.

Gabriel Castro
A91508

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